Era un día en primavera y a José, el padre putativo de Jesús, se le acabó la madera.
Por eso mandó a Santiago (Jacobo) y a Jesús de once años a un bosque cercano para que allí recogieran leña menuda. Cabe decir que Santiago era quince años mayor que Jesús.
Sin tardar ambos se fueron para cumplir el encargo de José.
Pero Santiago lo recogía todo tan rápido que casi siempre se adelantaba a Jesús, de modo que a Él le quedó poco por recoger.
En su afán por trabajar, Santiago se descuidó y cogió una rama debajo de la cual había una culebra venenosa que le mordió en la mano.
Horrorizado, Santiago se desmayó. En seguida la mano se le hinchó y el joven murió.
De un salto Jesús estuvo a su lado, le sopló la herida y en seguida Santiago volvió en sí, mientras que la culebra se hinchó y reventó.
Entonces Jesús le advirtió: «Oye, Santiago, ¡no por mucho madrugar amanece más temprano! Te digo que en todo trabajo mundano hecho con demasiado afán, mora la muerte.
Por eso vale más ser perezoso ante el mundo y tanto más celoso para el espíritu en cualquier ocasión que se presente.
¡De modo que los celosos materialistas en su afán por lo mundano siempre encuentran la muerte del alma!
Yo iré por los que son ociosos para el mundo y los tomaré eternamente a mi servicio. La misma recompensa daré a los que con gran afán trabajaron durante todo el día que a los que no trabajaron sino una hora.
¡Bienaventurado el perezoso para el mundo y ¡ay del celoso por él! El primero será mi amigo, mientras que el segundo será mi enemigo».
Santiago nunca olvidó estas palabras y organizó su vida de acuerdo con ellas, y no le importaba si alguna vez le llamaban «el perezoso».
Pero desde entonces fue tanto más activo en el corazón.
Fuente: Infancia de Jesús, capítulo 297.